016. mine, all mine
chapter sixteen
016. mine, all mine
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agosto, 2007
LA AGENTE DANIELS gruñó cuando golpeó la colchoneta con fuerza.
La fuerza de sus brazos bloqueó la mayor parte del golpe en su cabeza, pero aun así la dejó aturdida por un momento. Cerró los ojos, respirando con dificultad mientras su cabeza daba vueltas. Gimió para sí misma cuando el cuerpo le dolió.
Por encima de ella, una voz que la hacía querer lanzarse un golpe de furia murmuraba:
—Levántate.
Daniels respiró hondo por la nariz y trató de levantarse sobre sus brazos temblorosos sin siquiera darse la oportunidad de aclarar su cabeza. Su cuerpo se balanceó cuando una neblina gris apareció en su visión. Vlvió a caer sobre la colchoneta.
—Levántate —volvió a decir la voz.
Botas negras la rodearon por el otro lado y las vislumbró con el rabillo de la mirada. La ropa de entrenamiento de S.H.I.E.L.D. cubría unas piernas fuertes. Correspondían a un musculoso tórax abrazado por una camiseta negra. Daniels inclinó obstinadamente la cabeza y miró al agente, que le devolvió el gesto con el ceño fruncido, la mandíbula rígida y los ojos grises vacíos de simpatía. Llevaba la cabeza cubierta de pelo oscuro.
—Vamos —dijo Grant Ward. Esperó a que Daniels se pusiera en pie—. Dijiste que podías conmigo. Así que, levántate, novata.
Su orgullo la había metido en aquella situación. El Agente Grant Ward era un especialista con un libro de cuentas pintado de un rojo casi más oscuro que el de la propia Viuda Negra, y contaba con una promoción de la Academia de Operaciones que lo nombraba casi igual de mortífero. La única nota que le faltaba era su habilidad con la gente, pero no por eso se le daba mal burlarse de la novata a la que Coulson decidió alistar sin ni siquiera haber pasado un día en la Academia. Y era esta novata tan furiosa y llena de necesidad de probarse a sí misma (y de encontrar una salida para su ira reprimida y sus problemas) la que caía directamente en su juego egoísta. Estaba perdido desde el principio. Él era mayor, más fuerte, más alto, se había graduado con las mejores notas en Operaciones y tenía años de experiencia sobre ella. La propia Agente Daniels acababa de alcanzar el Nivel Uno y continuaba esforzándose por superar su riguroso entrenamiento; no tenía ninguna posibilidad contra alguien como Grant Ward.
(Pero Daniels, incluso antes de convertirse en la Víbora Roja, era más testaruda de lo que nadie podía creer.)
Daniels apretó los dientes y se impulsó sobre sus codos temblorosos. Levantó la vista y vio al resto de agentes observando; estaba segura de que este era el punto culminante de su día, ver cómo a la prodigio proclamada equivocada de Coulson le quitaban la arrogancia a golpes por una elección que ella misma había hecho. Los miró cuando compartieron miradas y se rieron entre dientes. Todos eran agentes egresados de Operaciones. Ella los odiaba.
Sus risitas la animaron a incorporarse. Aunque estaba tambaleante, se secó el sudor y se volvió hacia Grant Ward, y aquella mirada venenosa que había dominado encontró su raíz incluso ahora. El Agente Ward ladeó la cabeza, sin sentirse intimidado. En todo caso, le divertía, tal vez sentía cierto respeto a regañadientes por aquella muchacha de diecinueve años que iba mucho más allá de sus posibilidades (y que apenas le llegaba a la altura de los hombros, sin apenas músculos todavía; al menos, no los suficientes para enfrentarse a alguien como él.)
Grant Ward hizo un gesto con los dedos, instándola a atacar, burlándose con una pequeña sonrisa en su rostro.
Daniels dejó escapar un grito de frustración y lanzó su puño. Él lo esquivó fácilmente y la hizo perder el equilibrio con solo un empujón en el codo. Mientras tropezaba, ni siquiera tuvo tiempo de mirar hacia atrás antes de que el puño de Ward chocara con su mandíbula. Tenía la fuerza para no dañarla brutalmente, pero sí lo suficiente para enviarla a la colchoneta con mucha fuerza... otra vez.
Oyó los silbidos y las risillas de los agentes que miraban. Algunos se estremecieron, sintiendo el dolor, ya que todos se habían enfrentado a un golpe así al menos una vez en su entrenamiento. Daniels permaneció en la colchoneta un largo rato, saboreando la sangre en la lengua. Su frente tocó el frío material negro, sintiendo el deseo de caer inconsciente. Pero las risas de los que la rodeaban la mantuvieron alerta. La vergüenza y la frustración que le quemaban las mejillas la obligaron a evitar la salida fácil de la situación, sólo de pensar en lo que diría la gente cuando se contara la historia en el Hub y supiera exactamente cómo la llamarían: El caso solidario de Coulson; su error.
Pamela ha sido considerada un error por mucha gente. Su padre, sus maestros, agentes de policía y todos los cuidadores adoptivos que ni siquiera pudieron retenerla por más de dos años antes de darse cuenta de que no encajaba bien.
Su mirada se dirigió a su bolso de lona en la esquina del gimnasio en uno de los bancos. Había sacado desordenadamente lo que necesitaba para hoy, y el resultado dejó la esquina de un viejo coleccionable asomando de un bolsillo. Una tonta carta que Coulson le había regalado el primer mes que llegó a S.H.I.E.L.D. Un coleccionable que databa de 1944, donde el primer superhéroe la saludaba detrás de las barras y estrellas de su escudo.
Daniels aspiró airadamente por la nariz y miró con desprecio la carta. Arrugó el ceño ante el saludo que le dedicó el Capitán América con aquella sonrisa patriótica y recordó todas las veces que tuvo que anotar aquella estúpida sonrisa en la clase de Historia Moderna, allá en el instituto, cuando estudiaba la propaganda de la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo hombre contribuyó a inspirar a Coulson, pero lo que es más importante, inspiró a S.H.I.E.L.D. después de muerto. Por un momento amargo, mientras yacía en aquella colchoneta, casi considerando la posibilidad de rendirse, sintió como si hubiera cerrado un estúpido círculo. Aquel hombre la seguía en fotos en blanco y negro, vídeos de guerra y cromos allá donde fuera.
Pero también le hizo darse cuenta de algo entre las burlas y las risas.
Coulson le dio el coleccionable por una razón. Al principio se burló, pero mientras yacía allí, entendió lo que él trataba de decirle. En ese momento, Pamela Daniels estaba sola y no tenía experiencia. Otros se burlaban de ella, la consideraban débil e incapaz. Era pequeña y todavía estaba desarrollando músculos a partir de una figura pequeña. Era joven. Pero era igual que esas historias de Steve Rogers antes del suero al querer alistarse una y otra vez al ser considerado un error, hasta que finalmente no fue rechazado... La Agente Daniels, en cierto modo, era igual. Ella ya era un error para mucha gente.
Pero se negaba a serlo para Coulson.
Y se negaba a darse por vencida.
Clavó la vista por última vez en la esquina de la carta antes de cerrar la mandíbula. Un nuevo veneno brotó de su mirada y se acumuló en su lengua. Mientras tanto, Grant Ward se carcajeaba también y miraba a sus espectadores y le hacía un gesto a Pamela para decirles, Mirad esto, con una patética simpatía que le hizo hervir la sangre, la Agente Daniels hizo lo primero que poco a poco convirtió el nombre de la Víbora Roja en algo temible.
Daniels fingió acurrucarse de dolor. Subió las piernas hasta el pecho y juntó los codos debajo del pecho. Como una serpiente enroscándose, podría parecer que se encogía para esconderse, hasta que...
La Víbora Roja surgió. Torció el cuerpo de una manera precisa que Grant Ward no esperaba. Sus piernas se lanzaron en un arco feroz hacia sus tobillos y dieron en el blanco con la velocidad, y la punzada, de una serpiente atacando.
La audiencia guardó silencio cuando el agente más prometedor desde Romanoff fue tomado por sorpresa. Sus respiraciones se entrecortaron cuando vieron a Ward tropezar. Cayó hacia atrás y la colchoneta tembló en el momento en que su espalda la golpeó con un ruido sordo.
De un salto, la agente Daniels se puso en pie, respirando agitadamente con implacable malicia mientras miraba fijamente a Ward, que se quedó tan sorprendido, tan conmocionado por haberle derribado, que ni siquiera se movió. Ella apretó las manos, un poco de sangre cubría sus labios agrietados; como si goteara el veneno que decía y ni siquiera le importara limpiarlo. Era la Víbora Roja.
—Levántate —le espetó. Cuando él se quedó mirándola, sorprendido, la Víbora Roja se inclinó y se burló de él—. Vamos. Levántate.
Cuando Ward frunció y cayó en sus burlas al igual que ella lo hizo con él, impulsándose para luchar, la Víbora Roja apretó el puño y lo llevó a su nariz sin poder contener su fuerza.
Ese no fue sólo el día en que noqueó a Grant Ward y le rompió la nariz. También fue el día en que ningún Agente de Operaciones la subestimó nunca más.
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MIRÓ EL MÓVIL con el ceño fruncido cuando volvió a saltar el buzón de voz de Coulson. Pamela permanecía sentada en la isla de la cocina de su apartamento, hurgándose las uñas con un hálito de nerviosismo al no conseguir ponerse en contacto con su antiguo O.S. por tercera vez en los últimos días. Sabía que era un hombre ocupado, incluso más que antes. Ahora era director de un S.H.I.E.L.D. que trabajaba en la sombra, lejos del gobierno y de los ojos de todos tras lo de Washington, lo que significaba que apenas tenía tiempo para nadie, pero siempre parecía sacar tiempo para llamarla. Aunque pudiera andar metido en alguna locura, Pamela seguía teniendo noticias suyas sin falta. Tenían muchas cosas de las que ponerse al día. Pamela lo lloró durante dos años, pensando que estaba muerto. Que Loki lo mató en el Helicarrier, perforando su corazón. Sin embargo, resultó que Fury le había mentido igual que a tantos agentes. A pesar de que Pamela había estado muy unida a Coulson, a pesar de que había estado angustiada y perdida desde su muerte, Nick Fury nunca le contó la verdad porque no tenía suficiente nivel en el sistema. Cuando por fin se enteró, después de que él le diera el número de Coulson y le contara la verdad de todo lo que había pasado, la ira y el shock iniciales de Pamela se convirtieron finalmente en aceptación. No podía cambiar el pasado, pero al menos tenía a Coulson de vuelta. Sin embargo, era otra mentira que tenía que mantener. Nadie más podía saberlo. Ni los Vengadores ni, desde luego, el resto del mundo, por lo que, al mismo tiempo, Pamela volvía a sentirse sola, sobre todo cuando no tenía noticias de Coulson.
Eso también la preocupaba. Porque... ¿y si lo perdía otra vez? ¿Y si moría de nuevo y esta vez no volvía a la vida?
La última vez que supo de él fue cuando le pasó información sobre la ubicación de HYDRA en Sokovia y el Cetro de Loki. Desde entonces parecía haber desaparecido.
Pamela giró el móvil entre sus dedos antes de suspirar y dejarlo sobre el mostrador. Juntó los labios y se apartó parte del cabello de la cara. Por voluntad propia, sus ojos miraron hacia el grifo, siempre comprobando los reflejos, por si acaso. Incluso cuando no era necesario que lo hiciera. No podía detenerse. Tenía que asegurarse de que no hubiera nadie acechando a sus espaldas; ningún fantasma y ningún monstruo. Nadie con un arma apuntando para atacarla a ella y a las personas que le importaban.
Cerró los ojos y sacudió la cabeza, pasándose una mano por la cara. No podía pensar en eso. Pamela se levantó y cogió un vaso, llenándolo de agua para distraerse. Estaría mintiendo si no pensara en lo que dijo Angel, preguntándose si tenía razón. Pamela no estaba enojada con su antigua compañera de equipo. No podría serlo. Lo único que sintió fue una repentina oleada de preguntas que le provocaron náuseas.
¿Qué estaba haciendo?
¿Realmente hacía todo lo posible para encontrar al hombre que asesinó a sus amigos, que la marcó con horrores y nunca la dejó vivir en paz sin buscar siempre por encima del hombro? ¿Realmente hacía todo lo posible para perdonar al Soldado de Invierno y ayudar a encontrar una manera de concederle el perdón? ¿Estaba lista para dejarlo ir? Ella, que a menudo guardaba rencor hasta convertirse en la ira de su veneno, estaba preparada para olvidar los disparos, la sangre y ver morir a sus compañeros de equipo, a sus amigos que habían confiado en ella y le habían creído cuando dijo que ganarían y saldrían vivos de allí.
A Pamela le dolía el hombro debido a una vieja herida de bala. ¿Estaba preparada para olvidar la forma en que luchó por su vida contra el Soldado de Invierno, desangrándose y pensando que moriría como los demás? ¿Olvidaría la forma en que tuvo que arrastrar a Angel, apenas capaz de mantenerse en pie? No podía, al igual que no podía olvidar los gritos de los transeúntes que habían tenido la mala suerte de interponerse en el camino del Soldado.
¿Qué pasaría cuando encontrara al Soldado de Invierno, a quien había estado tan dispuesta a intentar matar antes de descubrir quién era para Steve, y mirara a James Buchanan Barnes a los ojos...? La idea de ese momento la aterrorizaba.
Y no había podido dejar de pensar en ello. Porque si la culpa recaía en el Soldado o en Pamela Daniels, si ella estaba tan dispuesta a perdonar a Bucky Barnes por todo lo que hizo fuera de su control, significaba que la persona a la que culpaba era a ella, no a HYDRA.
Miró cuando se abrió la puerta del dormitorio de Ellie, que salió, se quitó el cabello rubio de la cara y miró. Frunció cuando vio a Pamela sentada en la isla. Los ojos azules de Ellie se dirigieron al reloj de la pared. Sus manos cayeron a sus costados con exasperación.
—¡Pam!
—¿Qué? —Pamela soltó, sorprendida por su reacción.
Su compañera le hizo un gesto, dudosa.
—¿Qué quieres decir con 'qué'? Ya es de noche. Tienes una hora hasta que llegue Sam y ni siquiera estás vestida para esa fiesta de los Vengadores.
Pam también miró la hora.
—Tengo una hora. Tranquila.
—Nada de tranquila —Ellie se acercó a ella—. No te has peinado ni maquillado. Es una cita en la fiesta de un superhéroe multimillonario, no una juerga al aire libre. ¡Prepárate!
—¿Es que no voy bien? —frunció el ceño y miró sus jeans, sus botas de tacón y su camiseta.
—Pam —Ellie la agarró del codo y la puso de pie, a pesar de saber muy bien que Pamela podía torcer su propio codo detrás de su espalda y dislocarlo si así lo deseaba—. ¿Nunca te has arreglado? —ella suspiró y sacudió la cabeza—. ¿Qué harías sin mí? Vamos. Sé que debes tener un vestido en alguna parte de tu armario.
—No uso vestidos a menos que sea necesario —murmuró Pamela, pero de todos modos siguió a Ellie a su dormitorio. No añadió la razón por la que no le gustaban tanto los vestidos, a menos que cubrieran la cicatriz de la herida de bala en su hombro.
Ellie hizo una pausa y suspiró de nuevo. Dejó a Pamela en su habitación y volvió a salir.
—Vale, te dejaré uno de los míos.
El suave gesto de agradecimiento de Pam apenas pareció salir más alto que un murmullo de sus labios, pero Ellie lo oyó. Ella le ofreció una pequeña sonrisa por encima del hombro. Jugueteó con los dedos una vez que su compañera de piso salió de su cuarto. Pamela echó un vistazo al sencillo espacio que tenía. Al igual que muchos otros lugares antes, Pamela no compró muchas almohadas para sus simples sábanas blancas y funda nórdica. Tenía una única maceta de plástico en la mesita de noche con algunos bolígrafos y lápices abandonados. Su escritorio no tenía más decoración que su portátil y una foto enmarcada de su abuela. Pamela decidió cambiarse el nombre para reflejar el de su abuela, una mujer de mirada feroz que fue enfermera durante la Segunda Guerra Mundial. Miró fijamente la foto que consiguió encontrar de su abuela justo después de la guerra, y a menudo trató de encontrar similitudes, quizá en la forma de sus ojos, quizá en su mandíbula, pero para frustración de Pamela, se parecía más a su padre de lo que le gustaba admitir.
Sus ojos se dirigieron a su cómoda. Pam siempre pensó que un bonito jarrón quedaría bien en la superficie, justo en el centro. Todavía no había decidido comprarlo. Era un jarrón. No había nada especial y, sin embargo, para Pam, la idea de comprarlo significaba que finalmente se estaba instalando en algún lugar que podría ser un hogar. Y la asustaba porque llamar hogar a algo significaba, según su experiencia, que se convertía en algo tangible. Y cuando era tangible, no se lo podían quitar.
La puerta se abrió de nuevo y Pamela miró hacia arriba. Frunció al ver la sonrisa en el rostro de Ellie mientras sostenía un traje para que Pam lo usara esta noche. Su ceño se convirtió en una expresión muy vacía y exasperada.
Sin la ayuda de Ellie, Pam nunca se habría arreglado a tiempo. Supuso que había perdido la noción del tiempo, siempre perdida en sus pensamientos y su pasado; además, era más fácil procrastinar que darse cuenta de que se iba a encontrar con Steve en aquella fiesta. La había invitado a las fiestas de Stark con esa sonrisa nerviosa. Steve Rogers, nervioso. Eso hacía que Pamela se pusiera inquieta, porque ¿y si, por alguna razón, lo había interpretado mal? ¿Y si, cuando llegara allí, Steve mostraría una fachada rígida y tendría ese escudo en la espalda y se mostraría distante? ¿Y si metía la pata? Hacía mucho tiempo que Pam no tenía una cita. Las citas no eran algo que tuviese pasos que ella pudiese seguir. Eran espontáneas y lanzaban sorpresas en cada esquina, y para dos personas que tenían tales principios y etapas en la vida, Pamela tenía miedo de que esto acabara en desastre.
Es sólo una noche, se recordó. Sólo tenía que concentrarse en esta noche y no en mañana.
No podía pensar como una agente; no debería tener que hacerlo. Simplemente tenía que ser Pam, y tal vez debería tener una noche para relajarse con Steve Rogers, no con el Capitán América.
Sam llegó a tiempo, ni temprano ni tarde; su llegada inflexible fue una disciplina que permaneció con él después de sus años en la Fuerza Aérea. Ellie abrió la puerta después de unos momentos para dejarlo entrar, casi orgullosa de verlo con una chaqueta de mezclilla oscura, una camisa de color rojo intenso y jeans.
—Hola, Sam —lo saludó como siempre antes de continuar.
Fue a hablar con ella, el pequeño saludo constante que siempre hacían cuando alguien salía por la puerta de su dormitorio. Al principio, Sam no la reconoció y se quedó sorprendido.
—Hola... —las palabras se le escaparon y no pudo evitar soltar una suave risita al ver cómo Pam se alisaba torpemente la falda del vestido que le llegaba justo por encima de las rodillas en un brillante tono cerceta cristal. Se ceñía a su cintura y se deslizaba sobre sus hombros en un escote en forma de joya. El color hacía juego con el atractivo de sus ojos, que se tornaban brillantes y encantadores bajo unas pestañas oscuras y un sutil delineador. Su pelo rubio se ondulaba con delicadeza y glamour, enmarcando y suavizando sus rasgos afilados. Sam nunca había visto a Pamela así vestida, con sus rasgos afilados dulcificados hasta la exquisitez más puntiaguda, como si acabara de salir de una vieja película de Hollywood.
Pamela se ajustó torpemente la correa de sus tacones y notó la mirada de Sam.
—¿Qué? —preguntó, con los labios refrescados por un brillo rosa suave y apagado—. ¿Qué pasa? ¿Es demasiado?
Sam parpadeó para salir de su sorpresa y miró a Ellie, que estaba apoyada en el respaldo del sofá de la sala, con los brazos cruzados y sonriendo. Parecía muy orgullosa de su trabajo. Se volvió hacia Pamela y se aclaró la garganta, sacudiendo la cabeza
—No, es que... Chica, te ves bien. Muy bien —levantó las manos cuando ella entrecerró los ojos, sospechosa—. Lo estoy diciendo con toda mi honestidad.
—Ah —Pamela jugueteó con sus dedos y alisó su vestido nuevamente. Se aclaró la garganta porque no siempre era la mejor para aceptar cumplidos. La incomodaba—. Vale. Bueno, gracias —miró la hora en su teléfono—. Tenemos que irnos, Sam.
—Sí, madame —bromeó Sam y se movió para abrirle la puerta a Pam—. Nos vemos luego, Ellie.
Pamela se despidió de Ellie con la mano y dedicó todo el tiempo a salir del edificio de apartamentos, con Sam, jugueteando con el dobladillo de su vestido y su pelo. Normalmente no se viste así nunca. Las pocas veces que lo hizo fue por su trabajo. Se vestía bien para infiltrarse en una subasta, o en algún acto benéfico, o en una fiesta lujosa en la que supuestamente encontraba a alguien o algo... La noche siempre acababa con ella pegando a alguien, tirando los zapatos, volcando la mesa del bufé o yéndose a hurtadillas. Nunca se había arreglado para ir a una fiesta a la que la habían invitado por placer, donde podía beber y preocuparse de si algún chico la encontraba guapa; incluso si ese chico era en realidad un héroe de guerra y el primer Vengador de la historia (pero eso eran detalles sin importancia.)
Estaba fuera de su zona de confort. Siguió mirando su hombro, donde Ellie había sido lo suficientemente dulce como para tratar de cubrir su cicatriz de bala con algo de su pesado maquillaje, pero aún así se notaba. Incluso si nadie se daba cuenta, Pamela sabía que estaba allí y eso la hacía sentir aún más ansiosa.
Cuando estuvieron en la parte trasera del taxi para llevarlos a la Torre de los Vengadores, Pamela se movió en su asiento, arreglándose el dobladillo del vestido y odiando cómo esto, algo tan pequeño e insignificante, le hacía querer correr y esconderse. Sam la miró, sentado a su lado, frunciendo el ceño suavemente.
Pamela se mordió la lengua y se obligó a no estropear el maravilloso trabajo de Ellie en su pelo. Gimió y miró a Sam, también, antes de murmurarle:
—No voy demasiado arreglada, ¿verdad? ¿Me veo bien? —era una pregunta muy vulnerable, suave y poco propia de Pam. No es que ella pensara que no tenía buen aspecto, o que sus inseguridades estuvieran rodeadas por lo que los demás pensaran al respecto, pero Sam parecía entenderlo. Durante todo este tiempo desde Washington, Pam no había hecho más que salir de su zona de confort. Algunas cosas eran buenas y fáciles: un nuevo corte de pelo, ropa nueva, sentarse a ver una película con Ellie o aprender a cocinar algo adecuadamente. Otras no eran tan fáciles. En toda su vida, Pam nunca había tenido la oportunidad de ser alguien que fuera puramente ella misma. Y ahora, estaba reconstruyendo una piel que se había perdido bajo capas y capas de escamas, moratones, cicatrices y mentiras. A veces, Pamela sentía que se quedaba atrás. A veces, sentía que no pertenecía a ningún sitio. Se sentía tan perdida como siempre. Aún no había comprado el jarrón para su cómoda.
—Pam —Sam le dirigió una mirada amable, pero había un trasfondo severo: no había bromas ni encanto, era un momento para hablar en serio—. Irá bien —ella volvió a encontrar su mirada, la suya suave y delicada; el veneno y la crueldad desaparecieron de sus rasgos. Luego, Sam cambió el tono y agregó—: Stark será el anfitrión de esta fiesta, es imposible que te veas demasiado arreglada.
Ella se rió suavemente ante eso, sus cejas se movieron estando de acuerdo.
—Irá bien —él dijo de nuevo y ella logró esbozar una sonrisilla. Sam se acercó al asiento del medio y la empujó suavemente con el codo. La sonrisa de Pam se iluminó por un momento. Tenía suerte de tener a Sam cerca; era algo que sí sabía entre todo lo que había sucedido.
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CUANDO LLEGARON al ático de la Torre de los Vengadores, Pamela pudo ver que la fiesta de Stark ya estaba concurrida y bullía de energía brillante y alegre. Miró a través de las puertas de cristal y se sintió un poco mareada por la cantidad de gente que había. Lo primero que notó fue que no iba demasiado arreglada, sino que se encontraba en una posición intermedia. Las plantas superiores de la torre estaban llenas de invitados. A algunos los conocía, pero a la mayoría no. Muchos parecían personas notables de la alta sociedad, quizá algunos eran licenciados del MIT con Stark... Suponía que había unos cuantos diplomáticos, muchos trabajadores que ayudaban en las labores de la Torre, técnicos de laboratorio, empleados de Recursos Humanos, unos cuantos eran ex agentes que Pamela recordaba de S.H.I.E.L.D. Pamela se fijó incluso en un grupo de veteranos de la Segunda Guerra Mundial sentados cerca de la mesa de billar. A la izquierda de la sala, los invitados rondaban junto a la barra, se sentaban en los numerosos sofás y charlaban en grupos por la pista, todos con una copa en la mano y la mirada animada. Había tanta gente que Pamela apenas podía encontrar a los que reconocía.
Dio un respingo cuando vio a alguien que no esperaba.
—Espera, no, ¿ese es Brad Pitt?
Sam miró por encima del hombro y silbó en voz baja, sorprendido.
—Vaya, se ve que los Vengadores son celebridades. ¿Crees que Brad Pitt le pedirá un autógrafo a Iron Man?
Empezó a tener miedo. Sus ojos recorrieron a todas las personas que no conocía. Tantos extraños y sin capacidad para esconderse en un rincón. Incluso arriba, vio más gente, riendo y pasando tiempo juntos. Pamela se sintió muy pequeña. Quería acurrucarse y esconderse. Una música apagada llegó a sus oídos a través del cristal de la puerta. Pam y Sam se hicieron a un lado cuando llegaron más invitados; apenas les dieron una mirada mientras salían de los ascensores y se dirigían a la puerta. Sus ojos se posaron en una mujer de su edad con un bonito jumpsuit y tacones, riéndose entre dientes cuando su cita le dijo algo al oído antes de abrirle la puerta. Sin duda, le echó un vistazo rápido a su trasero cuando no se dio cuenta al entrar.
Pamela se mordió el interior de la mejilla y miró a Sam.
—Tal vez no debería hacer esto. No puedo hacerlo...
—Ah, no —Sam la agarró por los hombros y suavemente la condujo hacia la puerta—. No te irás. Te divertirás. Y además, ¿de verdad quieres dejar plantado al Capi?
—No —dijo Pam, aborrecida por la sugerencia—. No es lo que yo... —ella frunció al ver sus manos sobre sus hombros—. Podría arrojarte por encima de mis hombros ahora mismo.
—Relájate —la animó Sam mientras abría la puerta, haciendo la música un poco más fuerte, pero la charla lo fue aún más cuando finalmente entraron. Pamela escuchó el sonido lejano de AC/DC y fingió no impresionarse.
Una vez allí, Sam la soltó y ella le frunció con molestia. Él simplemente sonrió y buscó en el mar de personas, buscando al amigo Vengador que tenían en común. Pamela también miró a su alrededor. Respiró hondo y se apartó ligeramente el flequillo de los ojos.
Junto a los sofás blancos, elegantes y contemporáneos que rodeaban una gran mesa de café de vidrio en el centro del piso del ático, Pamela vio el cabello rojo brillante de Natasha Romanoff riéndose suavemente de algo que estaba diciendo el coronel James Rhodes. Parecía mucho más segura de sí misma y más a gusto con su vestido, que le abrazaba los hombros en un dulce satén blanco que se transformaba en negro medianoche en el bajo corpiño, ceñido a la cintura y acampanado. Como siempre, parecía que la Viuda Negra estuviese asistiendo a un desfile de moda o clavando las afiladas puntas de sus tacones en el esternón. El Coronel James Rhodes, sentado a su lado, era un hombre muy respetado en las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos. Esta noche no llevaba la rígida armadura plateada que le daba el título de Máquina de Guerra, sino que lucía tan respetuoso como su nombre con una pulcra americana gris, camisa a cuadros y pantalones.
A la derecha, junto al champán que se enfriaba en una elegante cubitera que más bien parecía una pequeña lámpara plateada, estaba sentado el mismísimo Thor de Asgard. El Dios del Trueno, que a menudo descendía a la Tierra desde las muchas zonas de su hogar en las profundidades del espacio, estaba contando una elaborada historia con muchos gestos de manos y caras al grupo de veteranos sentados con él. Thor Odinson semejaba un hombre recién salido de un poema romántico medieval, enfundado en un abrigo burdeos oscuro y unos vaqueros negros. Llevaba el pelo largo y rubio retirado de la cara, mostrando unas facciones rígidas y fuertes. Perfectas, diría la mayoría. Tenía los hombros anchos, los brazos abultados incluso con el grueso abrigo, y cuando se ponía de pie, alcanzaba una altura realmente digna de un dios nórdico. (O alienígena, Pamela seguía intentando averiguar los vínculos históricos con los asgardianos reales y la mitología nórdica...)
Estaba analizando la conversación informal y el lenguaje corporal entre Clint Barton, que se las había arreglado bastante bien con una chaqueta de cuero marrón, y la Doctora Cho con su bonito vestido azul oscuro cuando Sam le dio un codazo a Pam. Ella lo miró confundida.
—Deja de analizar a la gente —le dijo Sam con una sonrisa.
Pamela hizo una mueca rápida.
—No lo hago.
—Lo haces siempre —antes de que Pam pudiera inventar algún argumento o defensa a las palabras de Sam, él notó algo sobre su hombro. Le dio un nuevo codazo, con una mirada de complicidad en su mirada. Ella frunció el ceño antes de darse la vuelta.
Su ceño se suavizó.
Por un breve momento, Pam sintió como si estuviera increíblemente nerviosa y vacía de nervios al mismo tiempo. No pudo evitar admitir la forma en que su corazón dio un vuelco y su pecho se hinchó con una sensación cálida y agitada, como si fuera una colegiala que miraba a la persona que le gustaba al otro lado de la escuela secundaria y estaba demasiado ansiosa para acercarse y hablar. Era un sentimiento infantil, y Pamela no era una niña, y aun así sentía como si los años que la pesaban bajaran y le hicieran fruncir el ceño y hacerla tan liviana como una pluma.
Steve Rogers tenía esa sonrisita en la cara. Con una camisa abotonada azul oscuro, vaqueros y una chaqueta motera marrón, desentonaba un poco entre el fastuoso y contemporáneo alarde del ático y los invitados, pero Pamela encontró eso reconfortante. Le hizo sentir que no era la única que no encajaba en algo así, y ese pensamiento sólo parecía hacer a Steve aún más guapo. Se dio cuenta de que él la miraba de soslayo y luego le devolvía la mirada como si fingiera que nunca lo había hecho, y un soplo de diversión se hinchó con los aleteos de su pecho.
—Hola —lo saludó ella en voz baja.
Steve deslizó sus manos en sus bolsillos.
—Hola —saludó con la misma voz suave.
Sam miró entre los dos, reprimiendo una sonrisa. Después de un rato, respiró hondo y se enderezó.
—Es hora de tomar una copa... —agarró el hombro de Pam y luego golpeó el brazo de Steve—. Me alegra verte, tío —dijo antes de dirigirse hacia la barra.
Pam lo vio alejarse, entendiendo lo que estaba haciendo y resistió la tentación de arrojarle uno de sus tacones. En cambio, se volvió hacia Steve y asintió con la cabeza.
—Te ves bien —logró decir, su corazón dio otro vuelco—. Me sorprende que tengas ropa bonita en tu armario además de tu traje.
—¿Es que no te gusta? —Steve se miró a sí mismo y ella contuvo las ganas de reírse. Una vez que lo hizo, volvió a encontrar su mirada y sonrió con esa leve mirada traviesa que escondía en esos ojos azules.
—Oh, no —Pamela se rió suavemente esta vez. Correspondió a su mirada traviesa y sonrió—. Te queda bien. Créeme.
La sonrisa de Steve se suavizó. La miró de nuevo.
—Te ves preciosa. Por lo general, ofrecería algunas flores, pero... no parece el lugar correcto —miró a la fiesta que los rodeaba. La sonrisa de Pamela se amplió por un momento cuando él no la vio, mirándolo con las mejillas espolvoreadas de un rubor que era muy raro en el rostro de su Víbora Roja.
—No —estuvo de acuerdo, riendo entre dientes.
Steve volvió a encontrar su mirada.
—¿Puedo traerte una bebida?
Ella volvió a sonreír y asintió.
—Claro.
Steve también asintió. Luego extendió el brazo y se hizo a un lado para dejarla pasar. Ella apretó los labios para detener la amplia sonrisa que se dibujaba en sus labios y dio un paso adelante. Steve la siguió hasta la barra y ella sintió que su corazón se aceleraba con la misma calidez que sus dedos sentían cuando le acariciaban la espalda con suavidad como una pluma, cortés mientras la guiaba.
Pamela empezó a sentirse menos ansiosa por esta noche. Tal vez podría simplemente pasar una noche en la que disfrutara, en la que pudiera sentirse como si fuera simplemente Pam, una persona normal que nunca pasó por lo que ella pasó, estando con un hombre normal sin un escudo en la espalda.
Por primera vez, se sintió perfectamente tranquila.
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